No todo tiene por que ocurrir de manera tan radical. El esbirro podría haber salvado a la hijastra para, después, en un acto de valentía y sinceridad, explicarse ante su jefa. Esta no tendría que haberle asesinado; todo podría pasar a un segundo plano y la historia del esbirro desaparecería tras otros asuntos más importantes.
Aunque también la acción podría demandar algo más de marcha: el futuro asesino puede aliarse con la chica, dejarla a salvo en casa de algún conocido y marchar para dar fin a la vida de la malvada ama. Y aquí ya vienen más líos puesto que el trío príncipe, esbirro y muchacha casan mal, sobre todo, si el anteriormente mercenario materno se hubiera hecho ilusiones de su futuro con la heredera y pensara en cobrarse el favor ofrecido, nada menos que salvar su vida, con un enlace vitalicio.
Otras posibilidades aparecen tras analizar el escenario: la hijastra, a medio camino del lugar de la ejecución boscosa, se olería la jugada, provocando una distracción del ejecutor y protagonizando una rápida huida. Huye también el sicario temiendo el castigo o, por el contrario, caza y da muerte a una bestia del bosque para entregar el corazón reclamado. O a lo Tarantino: el pobre hombre, inseguro, acomete medio hachazo sin poder completar el trabajo y acaba corriendo sobre un fondo de sonido rumble tras la muchacha herida por medio bosque hasta que se topa con un grupo de estibadores portuarios, mejor mineros (estamos en un bosque), con los que se enzarza en una feroz reyerta que termina con él y los siete u ocho trabajadores medio muertos en el único claro de vegetación existente por los alrededores y desde el cual se vislumbra, a lo lejos, como la princesa del brazo colgando es acogida por una encorvada ancianita que, incomprensiblemente por el lugar y la hora, arrastra un saco enorme de peras.
Todo esto es posible y más, solo es el principio.
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